Tengo un amigo político. Político importante. Tan importante que me llegó a decir que borrara del guasap las conversaciones porque sabía con absoluta seguridad que el CNI le espiaba. Al lado de este amigo a veces me he llegado a sentir muy inferior. Parece que él hace cosas serias, que emplea su tiempo en una Causa con mayúsculas, en salvar a la patria, en el bien social, en pasar a formar parte de la historia, mientras que yo trabajo para una causa con minúsculas, que me enzarzo en problemas sentimentales, que le doy vueltas a demasiadas cosas. Alguna vez me llegó a decir que no encauzo mi energía hacia temas importantes, y que la disperso en tonterías. Yo le creí.
Después de escribir TU CORAZON NO ESTÁ BIEN DE LA CABEZA me han ido llegando cartas y más cartas y me he dado cuenta de que lo que hago es importante, que ayudo a gente, y que el tema sentimental es importante, que hay gente destrozada, hundida, muerta en vida, que necesita saber que existe una salida, que lo que les ha sucedido no les ha sucedido solo a ellos o a ellas, y que hay vida más allá de una manipulación, un acoso, una relación tóxica.
Esta es una de esas cartas.
Merece la pena leerla.
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Como te prometí en ese email me sincero contigo y te cuento mi historia.
Tu libro es maravilloso y estoy segura que servirá para ayudar a muchas mujeres.
Es curioso como aquel que está acostumbrado a escribir ante estos casos se ve casi incapaz de enfrentarse a la página en blanco, pero el leerte, Lucía, me ha dado alas.
Te pediré que por favor guardes mi identidad en el anonimato porque aunque han pasado algunos años de todo esto temo que el hacer pública la historia pueda perjudicarme a nivel profesional pues a nivel local yo también soy una persona “conocida”.
Yo estuve en terapia tres años, la mitad de ellos antes de dejar la relación. Creo que es imprescindible pasar por ella pero a veces es difícil dar con un profesional con el que conectes y que te permita ir abriéndote.
Para mí también sería conveniente desmitificar el papel de psicólogos y psiquiatras de cara a la sociedad: no por pasar por ellos estás loco. Llegarías a estarlo si no te pusieras en sus manos cuando de verdad tienes un problema.
Y a pesar de que lo sabes y eres consciente de eso da miedo reconocer que has pasado por una terapia porque sientes que los demás van a estigmatizarte.
Ahora la mejor terapia que tengo es el arte y el apoyo de los míos. Ellos son los que me ayudan a superar las pequeñas crisis pues aunque han pasado tres años desde que firmé los papeles del divorcio y tengo una relación estable el pánico ante determinadas situaciones aparece de vez en cuando, es como una continua necesidad de estar alerta.
Digamos que me llamo “Patricia” y que yo también viví una relación tóxica durante más de 9 años.
Nos conocimos durante la adolescencia y desde el principio me pareció un
chico maravilloso y atento.
Fuimos amigos hasta que terminamos la universidad que ya empezamos a ser pareja.
De cara a los demás siempre se mostró como un chico prudente y muy majo. Mis amistades lo adoraban y mi familia también. Todo el mundo me felicitaba por la suerte que tenía por salir con él él. Era el novio perfecto.
En esa primera etapa de la relación es verdad que toleré ciertas cosas que ahora sé que no son normales. Por ejemplo, me enteré en una crisis de pareja que me había sido infiel y le perdoné. Él siempre se justificaba con la excusa de la distancia, pues durante los primeros dos años de relación nos separaban 500 kilómetros y nos veíamos una vez al mes. Yo, que estaba enamoradísima, al final cedí al saberlo con tal de estar con él. Pensé que había sido un desliz y que la cosa no se repetiría. Puse en una balanza todo lo bueno de aquello y creí que merecía la pena seguir hacia delante con el noviazgo.
Durante los dos primeros años él quiso mantenerme medio en secreto para su familia y yo también “me eché a la espalda” esa exigencia hasta tal punto que, ya viviendo juntos, cuando su madre iba de visita sin avisar me mantenía escondida en una de las habitaciones del piso sin hacer ruido. Lo que en ese momento “pasé” ahora me “pesa” porque me creó una inseguridad muy grande, ya que yosentía que se avergonzaba de estar conmigo.
Él, después de escenas de ese tipo, me compensaba, y se portaba como el príncipe azul con el que había soñado. Y al final yo veía esos pequeños sacrificios que yo hacía como algo positivo, como una prueba de amor hacia él.
A los cinco años de estar juntos decidimos casarnos y ahí sí que empezó mi pesadilla. Mirándolo desde fuera soy consciente de que las cosas no funcionaron desde el mismo día casi de la boda.
Él, viéndose dueño de todo y sintiéndose poderoso, cambió radicalmente su actitud hacia mí unas semanas después de volver del viaje de novios.
De cara a los demás seguía siendo la persona perfecta pero en casa se volvió un tirano.
Podía montarme una bronca descomunal por unas verduras mal cocidas o por el color de una prenda de vestir. Si llegaba tarde a casa tenía que justificar mi ausencia y hasta le molestaban las llamadas de mis amigas porque le robaban el tiempo que creía que yo debía dedicarle a él.
Ir con él en el coche podía suponer que estallara con cualquier tontería: me echaba en cara decisiones simples y cotidianas tomadas por los dos en las que yo había llevado la iniciativa, como el color de un electrodoméstico o las dimensiones de un cuadro que acabábamos de comprar para el piso nuevo.
Cuando discutíamos me llevaba al límite hasta perder los nervios y en el momento en el que yo rompía a llorar llegaba a modo de salvador y me consolaba. Eso me crispaba más todavía pero en vez de enfadarme con él yo me achicaba un poquito más tras cada bronca hasta hacerme diminuta.
Se volvió muy egoísta con el dinero, revisaba los números al milímetro y si queríamos viajar o darnos algún capricho, el capricho siempre salía de mi cuenta del banco, jamás de la suya.
Encima la mala relación con su familia empeoraba las cosas. Ir a verlos siempre suponía tensión entre nosotros y allí me sentía aún más aislada. Podía pasarme varios días sin salir de casa y sin apenas relacionarme con nadie pues tenía la sensación de que era una maleta más que se llevaba a ese viaje. Llegábamos y a veces desaparecía con los suyos, podía estar todo el día fuera desde bien temprano y sin consultarme nada. Al final yo me conformaba y asumía que las cosas no iban a cambiar, así que me llevaba libros y trabajo que adelantar para mantener la cabeza ocupada.
La relación con su padre era horrorosa. No se cortaba a la hora de criticarme empezando por mi físico, pues él “esperaba otra cosa mejor para su hijo”. Recuerdo escuchar en público el siguiente comentario: “Mi otro hijo ha tenido mucha suerte, tiene a una mujer diez. Este no... una mujer que con treinta años ya es baja y gorda siempre será baja y gorda”.
Me acusaba en público de haberle quitado a su vástago y llegó a decir que el día más feliz de su vida iba a ser cuando nos separásemos. Otra vez me llamó enferma por teléfono cuando le di feliz la noticia de un éxito en el trabajo.
“Chica, tienes que sentirte afortunada por ese ascenso porque es difícil que te lo den estando enferma de los nervios...”
No entendí nada.
Por supuesto mi marido nunca me defendió y llegó a echarme la culpa de lo distanciado que estaba de los suyos. No iba a verles porque yo no quería estar allí, según él. Pero me consta que una vez separados él siguió el mismo régimen de visitas.
Ningún miembro de su familia hizo nada tampoco para ponerse de mi lado y pararle los pies a mi suegro siendo conscientes como lo eran de lo mal que yo lo estaba pasando.
En esos momentos no me atreví a contárselo a nadie o no de la forma en la que lo estoy escribiendo ahora.
Al año de la boda mi cuerpo dijo basta, y después de muchos ingresos en urgencias con sintomatología variada me diagnosticaron ansiedad y me recomendaron ir a un psicólogo. Mi marido no me acompañó a ninguna de las pruebas médicas que me hicieron en esos meses, era incapaz de pedir permiso en el trabajo ni de coger algunos días de vacaciones para estar conmigo, todo me lo comí sola o con mis padres.
Una de esas entradas al hospital fue por la noche y la hice sola de madrugada, tuve que coger el coche y conducir quince minutos hasta el centro hospitalario; él se quedó durmiendo porque al día siguiente trabajaba y no podía perder el tiempo. Unas horas más tarde y sin apenas dormir me hizo llevarle en coche a una reunión de la empresa a cincuenta kms de distancia. Eso hizo que me sintiera fatal.
Presuntamente yo me encontraba así de mal por el agobio en lo laboral, o yo quería achacarlo a eso pues me exigía mucho en mi profesión. La ansiedad, se suponía, era consecuencia de mi estrés laboral. Pero en cuanto empecé la terapia lo primero que afloró en ella fue la pésima situación que tenía en casa.
Como la cosa con él no mejoraba le propuse que se viniera conmigo a alguna de las sesiones y él me contestó que no las necesitaba: que el problema era únicamente mío... que las dos cosas para lo que sirve una mujer yo ya no las cumplía. Una más de las muchas humillaciones que tuve que vivir estando a su lado... Algunas todavía me producen pudor escribirlas y prefiero guardarlas para mí.
Tragué. Seguí con la terapia.
Empecé a centrarme en mi faceta artística, consejo de mi psicóloga, y volví a estudiar: otro mazazo para la relación porque lo que a mí me daba aire a él le encendía su ego más todavía y no lo soportaba.
Se encargaba de intentar destrozar todo aquello que me hacía ilusión o en lo que yo me sentía cómoda: si me apetecía salir un día a tomar algo ya buscaba la forma de que nos tuviéramos que quedar forzosamente en casa. Y una vez le pillé pegando a la mascota que teníamos y a la que yo quería con locura. Rompiéndole una pala de madera en el lomo: pienso que como no era capaz de hacerme daño a mí sí se sintió fuerte para ir a por ella.
Interrumpía mi tiempo de estudio siempre que podía con cosas banales y por supuesto siempre le quitaba importancia a mis logros.
También empezó a frecuentar páginas de contactos e incluso algunas de contenido sexual explícito que colocaba bien visibles en el ordenador para que yo las viera. Para que yo viera dónde buscaba lo que según él le faltaba en casa.
Todo aquello para mí era raro y me encontraba totalmente desubicada en mi entorno: mis amigas que se habían casado en el mismo año que yo empezaban a tener hijos y estaban ilusionadas... A mí me hundía lo que yo tenía pero no lo podía decir abiertamente porque sabía que no iban a entenderme.
Estaba cada vez más vacía y más perdida.
He leído que este tipo de personas anulan la vida social de la persona a la que de alguna forma “domestican”, a la que quieren convertir a toda costa en sumisa y manejable. En mi caso él lo tenía muy fácil pues no soy una persona de tener un círculo social muy amplio y era relativamente sencillo colocarme una etiqueta y estigmatizarme de cara al resto. Creo que con algunas personas lo hizo en esos días y aún hoy lo sigue haciendo.
En esa época yo buscaba excusas para no estar en casa y él también lo hacía. La diferencia es que él conocía mi entorno y sabía dónde me encontraba en cada momento, yo jamás le puse cara a la gente con la que se iba a tomar copas. Si yo salía hasta las dos él llegaba a las cuatro. En una ocasión apareció ya amaneciendo, y cuando le pregunté preocupada que dónde había estado él me contestó: “¿y a ti qué te importa?”
Intuía infidelidades pero estaba tan destrozada emocionalmente que no me preocupé en certificarlas. De alguna supe más adelante, cuando ya andábamos con temas legales o ya lejos de él a través de amigos comunes que me las contaron. A ellos les sorprendió pero yo las vi casi que como un alivio: de alguna manera servían para certificar que no estaba loca cuando pensaba que lo hacía.
Al final decidí cortar con él y recuerdo perfectamente el momento: gracias a mis retomados estudios tuve que salir unos días fuera de mi ciudad y justo cuando arranqué el coche me sentí por primera vez en mucho tiempo dueña de mi propio destino. Entonces supe que no terminaríamos el año juntos. Recuerdo esas mini vacaciones con cariño pues lejos de casa, y rodeada de gente que no sabía de la verdad de mi mochila emocional, me sentí más YO que nunca. Como si resurgiera esa niña pequeña que vivía asustada. Mis compañeros me ayudaron mucho y por eso les estaré siempre agradecida.
Estaba harta de llevar una vida de soltera estando casada, de sentir que tenía a mi lado a un hombre que no me quería más que para tener una mujer en casa sometida.
Los últimos meses fueron un auténtico infierno, él salía y entraba.. A veces parecía que la cosa se iba a arreglar, yo veía algún brote verde en la relación pero era todo mentira.
Me hinchaba a llorar por las noches y él jamás perdía un segundo del sueño para hablar las cosas. Mis lágrimas convivían en la cama con sus ronquidos.
A pesar de tener todo pensado y atado la situación se me hizo muy cuesta arriba hasta que conseguí que firmáramos el divorcio.
Me ausenté un puente de casa (ya hacíamos vidas separadas y estábamos con abogados) y a la vuelta tenía a mis suegros en casa de visita invitados por el hijo, sin saber nada del asunto, y haciendo de familia feliz cuando él estaba ya buscando otro piso.
No lo entendí, y la única explicación que encuentro ahora es que formaba parte de su rabia, de su machaque psicológico. Que quería humillarme por última vez porque él iba a ser el rechazado y no al revés. De alguna manera el que yo tomara la decisión le tocó su ego.
A las dos semanas él ya estaba en su nuevo hogar y yo en la vivienda común. Me estuvo mareando y poniendo problemas con todo lo legal durante meses, y lo que iba a ser una separación sencilla y amistosa- pues no había hijos ni propiedades que repartir - se hizo difícil por las vueltas que nos hizo dar tanto a mi abogada como a mí.
Llegué a tener la vivienda empaquetada porque en uno de los arranques él se la quiso quedar y yo me tenía que marchar de ella en apenas 10 días; al final cambió de opinión y tuvimos que volver a empezar de nuevo con la documentación.
Estaba escocido.
Aunque él ya salía con otra persona el ser él el rechazado imagino que le tuvo que fastidiar mucho.
Y si malo fue el salir de ahí, poner tierra de por medio y sacarlo de mi vida definitivamente, el recomponerme se convirtió en un auténtico calvario.
El divorcio me costó, además de los gastos lógicos que lleva un proceso legal, quedarme con la deuda del piso que con tanta ilusión compramos antes de casarme. Aún vivo con esa losa pues los últimos papeles los hicimos justo antes de la crisis. Y da rabia... Rabia de ver como esa persona que te ha destrozado la vida disfruta de una posición desahogada entrando y saliendo y hasta se permite algunos lujos mientras tú tienes que hacer encaje de bolillos para mantenerte. Todos mis ahorros se los llevó el divorcio y toda mi juventud (más valiosa que eso) se la llevó esa relación.
Cuando te encuentras metida en una relación tóxica de este calibre el primer punto para volver a ser tu misma es encontrar la salida. Pero todo no termina ahí: este tipo de personas dañinas e interesadas te marcan de por vida. Te vuelven una inútil emocionalmente. Te aniquilan el alma.
Todas las mañanas te levantas con el deseo de alzar la cabeza y mirar hacia delante, intentar VIVIR... Pero estás totalmente “ida” y muerta de miedo.
Me vi como un perrillo apaleado y asustado que ha tenido que busca el cobijo y el cariño que le ha sido negado en el hogar de otro amo.
Estuve un tiempo dando tumbos. Lo pasé muy mal...
¿Después de tanto tiempo “fuera de la circulación” cómo se regresa al mundo? ¿Cómo vuelves a ser tú? ¿Y de verdad se consigue?
Un abrazo.
“Patricia”